Estoy seguro de que a usted le pasa
algo parecido. A mi acaba de ocurrirme de nuevo. Estaba leyendo un libro, uno
de esos viejos y venerados objetos que fueron graciosamente abaratados gracias
a la invención del gran Gutenberg, y me encontré que necesitaba saber la hora.
En vez de buscar el reloj de pared que tengo en frente, mis ojos derivaron
inconscientemente hacia la esquina inferior derecha. Allí suele estar siempre expuesta
la hora y la fecha en la pantalla de mi computador. En el papel, por supuesto,
lo único que había era el número de página: 227.
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Era digital, dibujo del autor |
Otras veces, cuando leo un
periódico o una revista, me descubro “apretando” con el dedo una palabra a ver
si aparece el pequeño menú que me da la opción de definir su significado, algo
que se ha hecho común en los celulares. Aunque mantengo a mano siempre un
lapicero y mis muchos cuadernos, y me esfuerzo deliberadamente en mantener
vivos los gestos análogos de mi existencia –escribir y dibujar a mano--, en más
de una ocasión me habría gustado tener el poder de pasar el índice sobre un
texto, guardar su contenido en una memoria temporal alojada en la uña o en los
anteojos, no sé, y transferir el dato sin esfuerzo a mi cuaderno con otro gesto
del dedo. Eso aún no sucede, pero cuando se popularice el papel digital,
supongo que también se transformarán los medios impresos.
Ver televisión, algo que he hecho de
manera analógica durante décadas, se ha visto trastornado por la irrupción de
YouTube y Netflix y todos los nuevos medios interactivos de transferencia de
video. Quedarme esperando a que pasen los comerciales sin poder acelerarlos o
pasar de largo a través de ellos ha hecho de la experiencia de ver televisión
algo que genera ansiedad.
Ni se diga cuando hay que esperar
una semana para ver el siguiente capítulo de una serie o cuando llega el momento
de los comerciales: ¿Dónde están los controles de video para adelantar? Cuando quedamos
condenados a que la historia siga su propio ritmo entramos casi en pánico.
Recuerdo que cuando mi hija era una
pequeña niña que crecía en un mundo de DVDs, solía pedirme a gritos que repitiera
la acción que le había hecho reír. Do it
again, do it again, me decía y yo trataba de explicarle que la vida no es como
un DVD: Lo que ya pasó, pasó. No hay cómo
volver a vivirlo sino en la memoria, le respondía sin lograr convencerla.
Ella insistía: Do it again. Si la
complacía, su segunda risa era una réplica de su felicidad original.
Cuando íbamos por la carretera en
viajes largos y comenzaba a aburrirse, me preguntaba desde su pequeño asiento cuándo
tendría suficiente dinero para cambiar mi viejo carro y comprarme una de esas modernas
vans que ella veía pasar y envidiaba porque tenían pantallas de video en los respaldos de los asientos y sus pasajeros podían ver sus películas.
La verdad es que nunca llegamos a
comprar una de esas camionetas con pantallas de video. En cambio, lo difícil
hoy es convencerlas a ella o a sus hermanas de que levanten la mirada de sus
celulares cuando vamos en el carro. Miren
el mundo, vean por la ventana, a la realidad, les recomiendo. Y es que no quitan
la vista de sus celulares. Por eso cuando
uno les pregunta dónde estuvieron o dónde queda el norte o que nos den una
dirección a la casa de sus amigos que ya visitaron, no lo saben, les
insisto.
No las culpo. ¿Cuántas veces en los
últimos días he tenido que pitarle al vehículo que va adelante porque no
arranca después de que el semáforo ha cambiado a verde? Hoy los conductores leen
de sus celulares mientas conducen por la autopista. Y cuando hay congestión, ni
se diga. Esos tiempos vacíos que antes solían llenar la radio o una buena
conversación, hoy se ha transformado en una escena de trabajo o de lectura que
poco tiene que ver con el acto de conducir. Por eso estoy convencido de que los
vehículos autónomos serán un éxito instantáneo una vez que sean aprobados: la
gente prefiere actualizar su Facebook o mirar Netflix en vez de preocuparse por
el recorrido, el paisaje o quienes viajan a su lado.
Como estas, hay muchas situaciones en
las que el mundo digital ha irrumpido en los territorios de la realidad física.
¿Qué ocurre con los periódicos de papel? ¿Qué paso con las cadenas de
televisión? ¿A dónde han ido a parar las librerías del barrio? ¿Qué ha pasado
con las llamadas telefónicas y las conversaciones en un café? No han
desaparecido pero se han reducido de manera drástica. Cada uno de nosotros puede
hacer sus cuentas.
Pero, no hay que desesperar: el
mundo análogo no va a desaparecer. En contraste con estos glitches de nuestro tiempo, hoy hay un auge tremendo del teatro. Yo
creo que se debe, en parte, al hecho de que, en el fondo, lo que todos queremos
es la experiencia humana. Ir a las tablas nos da la oportunidad de retornar al
espacio donde se han concentrado todos los seres humanos a lo largo de la
historia: en torno al fuego, en el anfiteatro, en el templo o la sede del
sindicato, en el salón de clase o el estadio, allí donde nos contamos historias.
El mundo digital se ha inmiscuido
en nuestra realidad análoga y la está transformado. Al mismo tiempo, más
elementos de nuestra realidad se van transfiriendo al mundo digital. Cada día hay
más elementos que nos atormentan o nos alegran, pero con el tiempo aprenderemos
a movernos entre ambos mundo sin notar el tránsito. Así seguiremos
transformándonos en seres duales que vivimos un poco aquí, entre átomos, y otro
poco allá, entre fotones y electrones. Pero nada reemplazará una buena fogata
con amigos, una cena a la luz de las velas o una noche de teatro.
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