Lo admito, me encanta mirar a la mujer bella:
en la calle, en el tren, en el bus, en el cine, en la tele, en mi casa, en mi
cama. Cuando la miro, no siempre veo ‘su belleza interior’ ni tampoco la veo siempre
de manera integral. Como los hombres que me leen entenderán, tengo la capacidad
de ‘parcelar’ su belleza: me gusta esa curva de su cadera o sus pantorrillas o
esa boca de labios gruesos o el abismo que estratégicamente construye con su
blusa y su sostén en el pecho. Me gustan los detalles y puedo separarlos del
individuo que los lleva.
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"Close up or close down?", dibujo del autor. |
En mis años mozos, era un reto entre amigos aprender
a lanzar piropos. Hasta hace unas pocas décadas esto era considerado parte del
aprendizaje de ser hombre, pues se suponía que era una herramienta para la
seducción y la conquista. Decirle a una mujer que era bella o que tenía los
atributos que a uno le gustaban era, supuestamente, una forma de despertar su
interés. En público, el resultado siempre fue desastroso. Reconozco que jamás
un piropo despertó algo más que su indiferencia, una incómoda mirada de desprecio
o un sonrojo. Mis amigos tampoco me reportaron que un piropo les haya logrado
una mujer. Sospecho que debe haber excepciones, tal vez porque a ella ya le
gustaba el caballero.
Decir piropos o resaltar la belleza de una
mujer es una práctica que ahora reservo para mi pareja y que hago con cierto
margen de privacidad. No es por temor. Al contrario: a mis años, sé cómo decir mejor
las cosas, pero he decidido no hacerlo porque no quiero incomodar. Estoy seguro
de que los neomachistas deben estar pensando que las mujeres me castraron y que
me han arrebatado un derecho natural. Dejaré que piensen lo que quieran.
Mi experiencia cerca de las mujeres me ha enseñado
algo que en mi juventud me era insospechado: para ellas, una mirada lasciva en
público o una frase lisonjera cuando van por la calle no les resulta
gratificante. Al contrario, esos son gestos que les incomodan e incluso les
resultan agresivos.
La defensa de los hombres suele ser en este
tono: “Bueno, pero entonces, ¿por qué se pone esa falda tan corta o un escote si
no es para llamar la atención?”. Aunque lo hagan para llamar la atención, su
propósito no es provocar una agresión, y eso es lo que muchas veces acabamos
haciendo con la mirada o con la palabra. Reconozco que es muy difícil evitar
mirar a una mujer bella que además hace alarde de esa belleza, pero, ¿no es
posible hacerlo sin ofender o agredir?
Esta protesta la he visto en documentales
feministas, pero la he recibido mejor de parte de mis hijas, que me han
explicado cómo se sienten ofendidas, humilladas y agredidas cuando les dicen
cosas al pasar o cuando las miran con exagerado interés. Las he escuchado
hablar con sus amigas y, hasta hoy, no he escuchado a la primera de ellas que diga
que le gusta.
Me parece que es un pequeño pero importante
aporte aprender a ser discretos sin perder las libertades. Me parece que es
posible encontrar un equilibrio entre disfrutar de la belleza que pasa a
nuestro alrededor en el mundo pero sin que en ello se nos vayan la mirada y la
vida.
Creo que este es un pequeño ejemplo de la
revolución que nos falta completar a los hombres. Después de las conquistas de
la mujer, nosotros no hemos aprendido a establecer nuevos caminos de comunicación
y crecimiento. Creo que las mujeres ganaron mucho y aún deben ganar más en
equidad, pero falta descubrir, aprender y desarrollar los nuevos roles que como
hombres debemos ocupar en la sociedad, ya no como el macho de la pareja, sino
como el compañero y aliado.
La reacción contra el feminismo ha provocado una
oleada de neomachismo, pero sus alcances pueden ser limitados si desde nuestra
trinchera personal hacemos la tarea. Son muchas las cosas que podemos modificar
para asociarnos mejor a las mujeres empoderadas de hoy sin necesidad de
confrontarlas, agredirlas o destruirlas. Los hombres tenemos el deber de dejar
de ser opresores y debemos aprender a convivir sin por ello perder el ímpetu
constructivo que nos caracteriza.
De modo que, mirar, sí, pero sin ofender.
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