De aves y viajeros
Cuento
| "Jelín", ilustración del autor |
I
Dicen que al costado del ferrocarril de Mao se sembraban los mejores cultivos para que él viera lo grande que era la China bajo su gobierno. Hacia allí acudían las aves a alimentarse. El resto de la tierra permanecía desolada. El Chairman los vio por su turística ventana y señaló con sus sucios dedos. Preguntó a sus asistentes, quienes lo mantenían encerrado en cifras mentirosas para sostener la narrativa y evitar su propia muerte. “Gorriones”, respondió uno de los delegados. Completando el gesto que había iniciado con la mano, Mao replicó: “Mátenlos a todos. Se están comiendo la comida del pueblo”. Nadie se atrevió a advertirle de las funestas consecuencias de tal plan. Mientras el pueblo aprovechó para saciar su hambre con aves y gorriones por orden del Líder, al cabo de un año la hambruna empeoró. La ausencia de aves contribuyó a la destrucción de plantíos y más desabastecimiento. Todo lo que China producía se exportaba para financiar su industrialización. El pueblo, entretanto, moría entre los pogroms y el hambre.
Una década después se importaron 250.000 gorriones de Corea para repoblar. China, entretanto, seguía siendo rural.
II
Biólogos han advertido acerca de las consecuencias que está teniendo en la salud de los colibríes el cariño de sus admiradores. Encantados por sus colores, los entusiastas jardineros disponen bebederos con agua azucarada para atraerlos. Fascinados por el dulce néctar, los colibríes mueren de diabetes.
III
El granjero levanta la vista al cielo y ve con terror las aves migratorias que viajan escapando del frío del norte. A su lado descansa su escopeta. Al verlos cruzar, la pone sobre sus piernas y mira al corral donde sus pavos engordan a la espera del sacrificio del Día de Acción de Gracias. “Si uno de esos pájaros se atreve a bajar”, dice rozando el gatillo de su calibre 12, “aquí estoy esperando”, susurró. “No permitiré que me traigas tu maldito virus aviar y que acabes con mi granja”.
Toda la mañana vio bandadas de aves migratorias en su paso hacia el sur. Ese día ninguna se detuvo en su granja.
IV
A pesar del temor constante a las redadas, la familia se levantó temprano esa mañana para alcanzar a llegar a tiempo a la escuela y al trabajo. Los niños todavía tenían el cabello mojado por la ducha cuando, en el último semáforo antes de la escuela elemental, los rodearon varios vehículos sin marcas. Como en las películas de acción, hombres armados y con diversas clases de uniformes de bajaron de los vehículos y comenzaron a golpear las ventanillas y a exigir a gritos que el papá se bajara del vehículo. Los gritos sonaban opacados por las máscaras que cubrían sus rostros. El padre cerró las ventanas y las puertas pero no pudo escapar. Uno de los enmascarados rompió el cristal con un bastón y forzó la puerta. Cuatro de ellos arrancaron al padre del volante y lo tiraron al suelo mientras la mamá grababa un inútil video. Los cuatro gigantes consiguieron reducirlo y le pusieron zip-ties en torno a sus muñecas. Arrastrándolo, lo subieron a una de las camionetas y se fueron como demonios perseguidos.
El último de ellos miró a la madre a los ojos a través de la rendija de su máscara de esquiador y le dijo: “Mejor, váyase. Después venimos por usted”.
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