Hace meses que vivo a orillas del río Fobos. Por
su corriente baja el miedo, convertido en una sustancia espesa, pegajosa,
pesada que avanza inexorable como un río de lava que hipnotiza con sus lentos estertores
y sus fétidos aromas.
"No hay humanos ilegales", foto del autor |
Corriente arriba escucho el ruido de las ruinas
que bajan amenazantes, el quebrar de troncos que, como esqueletos milenarios,
se rompen ante el peso insalvable del terror que se acerca y arrastra en una
corriente revuelta los restos de la civilización.
Como si fuera un manglar, estoy atrapado a la
orilla de este río, incapaz de escapar. Mis pies, como raíces, están atascados
en el fango de la historia: no puedo dar un paso hacia adelante para
incorporarme al pánico, ni dos pasos atrás para escapar. Parece que estoy condenado
a que me arrastre esta fuerza incontenible.
Por mi mente cruzan mil preguntas y las
repuestas no hacen sino incrementar la angustia. Quiero saber si podríamos
haber hecho algo para eludir este destino de pavor o si esto era algo que
estaba escrito en las leyes de la insondable naturaleza humana. Escucho una voz
que me dice: “Lo hecho, hecho está”. Otros son los que ríen.
Desde el norte llega una voz que habla con
frases incompletas e inconexas. Quiero descubrir una señal que alivie la
ansiedad, pero no la oigo. Un ejército de políticos avezados, de abogados
estudiados y de magnates agigantados avanza sin pausa para tomarse todas las
instancias del poder y desandar lo andado.
Al sur, haciendo eco en la pared que se yergue
inmensa, escucho un clamor remoto de almas que luchan y se resisten. Su voz me alcanza
como un viento refrescante. Muevo un pie, después el otro. Con esfuerzo consigo
desprenderme de este fango pegajoso y me alejo de la orilla.
Desde la distancia puedo ver el desastre que el
miedo causa. Es hora de moverse.
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