No olvidar las causas |
Cuando hace 52 años Manuel Marulanda y sus vecinos
se organizaron en una guerrilla revolucionaria, Colombia estaba tratando de
salir de la guerra anterior en la que conservadores y liberales habían
provocado un desangre prolongado que dejó más de 250 mil víctimas pero que no
resolvió las causas que lo habían provocado. Liberales y conservadores se
repartieron la torta del poder en el Gobierno con el llamado Frente Nacional pero,
igual que antes, los poderosos continuaron usando las herramientas del Estado
para lograr sus objetivos personales a costa de los más pobres, en particular,
de los campesinos. Ante los reclamos de la gente, la respuesta siempre fue la
represión, y eso fue lo que vivieron Marulanda y sus compañeros en Marquetalia.
Sin embargo, esa no fue la única de las
guerrillas en el país, solo la más numerosa y la que más tiempo lleva en
guerra. Y es que muchos colombianos han olvidado que la manipulación de la
democracia y la Constitución por parte de los dueños del poder generaron miles
de víctimas, humillaciones, despojo y crímenes contra la gente común. Antes que
la desconfianza en la guerrilla, Colombia estaba plagada de desconfianza en el
Ejército y la Policía y todavía más en los paramilitares, de quienes ha habido
muchas versiones distintas en el curso de los años. La corrupción de nuestros
funcionarios es legendaria y la mal llamada “malicia indígena” es una parte
desafortunada de nuestra cultura, es la forma como la gente común es corrupta
también.
En Colombia es tal la desconfianza en nuestras
instituciones y en quienes las manejan, que estamos convencidos de que todos
los políticos y funcionarios son ladrones. Para nosotros el poder es corrupto. Varias
generaciones de colombianos crecieron con la convicción de que era imposible
cambiar las cosas a las buenas y por los medios institucionales corruptos y
amañados. Si se quería cambiar algo, la única forma concebible era por medio de
las armas, por medio de la derrota de los medios de represión del Estado. Esa
era la doctrina que se en señaba.
En la década de los setenta, cuando yo crecía,
la guerra aún no se había ensuciado con el dinero del narcotráfico ni el secuestro
y lo que primaba en la voluntad de quienes se iban para el monte o a la
clandestinidad era su deseo de cambiar las cosas, convencidos de que así se
lograría vencer la pobreza, el subdesarrollo y el abandono y resistir la represión
para quienes intentaran modificar esa realidad. El propósito era la
suplantación de quienes ostentaban el poder por otros considerados menos
corruptos y de mejores intenciones.
No reclamo que eso hubiese podido llegar a ser
verdad. Las revoluciones en América Latina no han producido los resultados prometidos. No lo ha
sido en Cuba, la Cuba pobre de hoy, dictatorial y policial. No lo ha sido en
Nicaragua donde una revolución insurreccional derribó a la dinastía de los
Somozas y entregó el poder a otra dinastía: la de los Ortegas. No lo ha sido en
Venezuela, donde un infructuoso golpe de estado condujo al triunfo electoral de
Hugo Chávez quien con mano firme transformó todas las instituciones del Estado
y cerró las puertas al disenso al tiempo que arrastró a su país a la
polarización, el odio mutuo y la pobreza. El resultado es el mismo: “El poder
atrae lo corruptible” (F. Herbert).
De modo que no quiere decir esto que un triunfo
revolucionario en Colombia habría traído mejores resultados para los pobres y
habría acabado con las desigualdades. Mucho menos me atrevería a decir que un
triunfo armado de las FARC habría sido mejor que lo que hoy tenemos. No lo
creo. Nunca he creído que los líderes de esa guerrilla sean aptos para el
ejercicio del poder y tampoco creo que sus políticas sean mejores para atender
las muchas necesidades de los colombianos. De hecho, creo que un gobierno de
las FARC podría llegar a ser catastrófico si nos basamos en su discurso obtuso
y radical que durante décadas usaron los líderes farianos y que impidió la
unificación de la izquierda e incluso de las guerrillas en un frente para
conseguir la derrota de las fuerzas del Estado. Los líderes de las FARC querían
el poder para ellos y querían que su forma de ver las cosas fuera la
prevalente.
Viendo las consecuencias del “socialismo del
Siglo XXI” en nuestro continente, es preferible que no hayan ganado. Habría
sido terrible la dictadura militarista que habrían implantado en el país. La
guerra habría sido muchísimo más costosa en vidas y recursos. ¿Por qué correr
el riesgo, entonces, de que regresen a las armas, regresen al monte y esperen
–como han esperado cinco décadas- a que las cargas de la historia cambien y se
les vuelva a abrir el camino al poder con la hegemonía que dan las armas?
Hoy estamos a las puertas de la oportunidad
histórica de quitarle lo guerrillero a las FARC y dejarles solamente sus ideas
como recurso. Ya no se dirimirá el debate en los montes, en las selvas, con las
balas, con las bombas, con los bombardeos. Ahora será necesario que con
discursos y con política intenten convencernos de la validez de sus ideales. El
debate político llegará, por fin, al terreno que le corresponde: en la palabra,
no en la guerra.
Como han pasado tantos años en medio de este
conflicto, la mayoría del país no recuerda –porque no lo ha vivido- lo que nos
trajo a este punto. De hecho, millones de jóvenes ni siquiera recuerdan lo más
triste y atroz que vivimos a partir de 1985; mucho menos recordarán por qué
llegamos a ese momento en nuestra historia. Para la gran mayoría de esos
jóvenes, el guerrillero idealista y motivado por la idea del bien común que
proliferó en las décadas anteriores, hoy ha sido remplazado en su imaginario
por el guerrillero narcotraficante y secuestrador que proliferó en un período
reciente de la guerra y que se hizo cruel, precisamente debido a la
exacerbación de la violencia.
El derecho a la rebelión es sagrado, pero no es
más sagrado que el derecho a la vida. Esa es la gran lección que tiene Colombia
para el mundo. Esa es la gran lección que tenemos que aprender y por eso es
urgente que aceptemos que debemos desarmar la política porque la política con
las armas no nos ha conducido a soluciones sino a desgracias.
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