El poder de la pregunta
Las discusiones en las redes sociales nos
muestran cómo se van organizando las cargas de los debates públicos y cómo vamos
quedando separados en nuestras tribus de opinión. Cada día es más difícil encontrar
puntos de acuerdo y se hace más difícil convencer a otros.
Leemos y replicamos a quienes aportan a nuestro
punto de vista. No escuchamos ni leemos lo que otros nos plantean. Descalificamos
e incluso insultamos a quienes se oponen y les damos carta blanca a quienes nos
aportan material para apuntalar nuestra opinión, lo que nos lleva a multiplicar
errores, mentiras, basura. Los asuntos más importantes de nuestro tiempo acaban
resolviéndose a punta de consignas, sin debate. La democracia se convierte en un
asunto de aritmética, no de razones.
Varias peleas cruzan por mis redes. La más
ruidosa en estos días han sido las elecciones en EEUU, pero el tema que más me
preocupa hoy es el Plebiscito por la paz en Colombia.
Por apoyar al Sí, he notado que es
prácticamente imposible mantener una discusión razonable con los seguidores del
No. Los argumentos, los datos, las reflexiones, la sustancia, todas esas cosas resultan
inútiles: cada quien está en su trinchera y no pretende salir a husmear el
entorno y, mucho menos, dejarse convencer.
Cada ‘posting’ político en Facebook cae bien entre
quienes están de ese lado y cae mal entre quienes lo detestan. Parece que no hay
lugar a que el otro cambie de opinión.
¿Existe un camino que nos permita avanzar para
convertir estos debates en algo útil y no en este desperdicio de tiempo y
energías? Para determinarlo, he decidido hacer un experimento: hacer preguntas.
A quienes lanzan mensajes a favor del No en el
Plebiscito les pregunto cuáles son sus planes en caso de ganar. ¿Cómo piensan
resolver el tema de la guerra en el país? ¿Qué van a hacer con el prestigio que
el país perderá con ese resultado? ¿Cómo van a enfrentar a los niños que se
verán obligados a seguir viviendo en un país incapaz de resolver sus
conflictos?
Los resultados han sido de dos clases. La reacción
más común es que una vez que formulo la pregunta, se acaba la discusión. El
silencio denota que no tienen respuestas o les da pereza discutir con alguien
que usa el cerebro: ya se acostumbraron a que no hay diálogo.
Otros responden con una andanada de sus propios
argumentos sin intentar responder a mi pregunta, que es otra manera de ignorarme.
A pesar de que lo difícil de la tarea, quiero
imaginar que mi gesto de escuchar o leer al otro e intentar cuestionar sus argumentos,
pueda tener, en el mejor de los casos un efecto transformador, y en el peor de
ellos, un efecto refrescante al cerrar la discusión sin alterarnos.
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