Entendamos que Donald Trump es un hombre nacido
en cuna de oro que jamás ha tenido que hacer un esfuerzo real para conseguir
dinero y poder. Entendamos, además, que creció en una sociedad de consumo en la
que las celebridades tienen más importancia y valor que los líderes políticos,
espirituales o sociales. No podemos tampoco olvidar que Trump entendió muy
temprano esa dinámica y la supo aprovechar al máximo. De hecho, ese es su verdadero talento: su
capacidad de proyectar una imagen que genera admiración en un segmento
específico de la población. Mientras que algunos sienten repugnancia e
incredulidad ante sus actuaciones, otros le admiran por ese fetichismo que
tiene nuestra sociedad ante el dinero y el poder. Trump entendió que lo que
importa no es ser inteligente sino famoso; lo que vale es tener dinero, no
valores; lo que da poder es el poder y no la verdad.
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Lo que más valora Trump es su
nombre. A eso le ha apostado toda su vida. De hecho, se metió en la
política, no para ‘hacer el bien’ o ‘para servir’, sino para engordar aún más
el valor de su apellido y así hacer más dinero con él.
Desde la perspectiva actual de los
acontecimientos, a medida que la nación se divide a lo largo de las endebles
costuras de la herida que ha dejado en su historia el racismo, ver la forma
como Trump maneja la crisis que él mismo ha generado desde cuando comenzó su
campaña política años atrás en la categoría de ‘birther’,
provoca una mezcla de vergüenza y miedo. ¿Cómo pudimos llegar hasta aquí? ¿Cómo
es posible que el mismo presidente sea capaz de abiertamente defender las
estatuas y los símbolos y las huellas y las ideas de los supremacistas blancos,
de aquellos que quisieran volver a ver implantada la segregación, de quienes
odian a todo aquel que no sea de su raza, de quienes se refieren a nosotros,
los mestizos, como ‘desechos
genéticos’?
En algún momento de la campaña se denunció que
el padre de Donald Trump había sido un supremacista
blanco y que había instilado en su hijo esos valores. Los hechos actuales
parecen confirmarlo. Aunque no sea cierta esa historia de su padre, en todo
caso parece que nos dejamos engañar y permitimos que llegara a la Casa Blanca
un hombre que comulga
con ellos.
Anoche Stephen Colbert insinuó,
en su estilo cómico cáustico, que para el fin de semana es posible que Trump no
sea más presidente. Mike Pence recortó su viaje por Latinoamérica para acudir
presto a una reunión en Camp David. Ya sé que no son hechos, tan solo
figuraciones, pero es triste que este país se vea abocado a esta clase de
especulaciones: ¿Será
que renuncia? ¿Será que el Fiscal Especial está a punto de ordenar su
enjuiciamiento? ¿Está delirante?
Hoy es jueves y no lo sabemos todavía, pero en
medio de esta zozobra, es válido hacer un poco de ‘política ficción’ y tratar
de imaginar qué está pasando por la mente de Trump.
Hoy veo que es posible que al enterarse de las
verdaderas posibilidades de ganar las elecciones presidenciales el año pasado,
Donald Trump pudo haber hecho el siguiente cálculo: “Nada hay más poderoso que
la presidencia de los Estados Unidos. No tengo preparación para ejercerla, pero
no importa, porque, aunque lo haga mal y termine en un juicio político, mi
Vicepresidente me perdonará como hizo Ford con Nixon (nadie quiere ver a su
presidente tras las rejas). Aunque eso suceda, podré regresar tranquilo a mi
Trump Tower en Nueva York o a Mar-a-Lago y desde allí mis hijos y yo seguiremos
recogiendo los frutos de mi nombre. Después del escándalo que he provocado, la
marca Trump será la de mayor reconocimiento en todo el mundo, la más valiosa.
Y, todos sabemos lo que una marca conocida puede hacer.
No importa qué haga o diga o cuánto daño
ocasione Donald Trump, tras él siempre estará esa multitud de admiradores y aduladores
que le seguirán con ceguera y convicción. Es la misma gente que siempre ha
adorado al bully, al matón del barrio, al más rudo. Esa gente no dejará de
quererlo y cada vez que aparece un personaje con las capacidades histriónicas y
el carisma suficientes como este, encontrará quienes le sigan. Esa parece ser
una condición inevitable de nuestra humanidad.
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