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"Les Revenant", ilustración del autor |
Una vez que terminó el seudo-debate televisivo
de los dos posibles ‘Commander-in-chief’, me fui a dormir inquietos sueños y
angustias diversas. De acuerdo con lo que había escuchado, mi vida era mucho
peor de lo que siempre creí. Las sábanas me recibieron con su típica calidez de
verano y un pico en los labios me dio las buenas noches.
Ojalá me hubiesen deseado más bien un buen
despertar. Apenas abrí los ojos, supe que algo andaba mal, muy mal. A través de
las persianas entraba una luz siniestra y el olor a tacos lo impregnaba todo. Mi
mujer –santa paloma- ya había salido a trabajar y sólo me quedaba llevar a la
hija menor a la escuela. De ahí en adelante, todo fue una larga serie de sorpresas.
Cuando bajé a preparar el desayuno me encontré
a la niña sentada frente a su celular chateando con sus amigas de la escuela. Le
pedí que me saludara y lo hizo en español y durante toda la mañana me habló con
ese acento cubanomexicano que aún no se le ha quitado. Lo más extraño fue la
forma de mirarme cuando le hablé en inglés. Le preparé sus huevos rancheros que, extrañamente, se comió sin rechistar y salimos camino a la escuela.
Al cruzar la primera esquina tuvimos que pasar
en torno a un camión de tacos que estaba parqueado allí y vendía a los
jornaleros que esperaban a que alguien los contratara. No recordaba haber visto
jornaleros en mi barrio pero supuse que era algo nuevo. Al llegar a la siguiente
esquina tuve que esquivar otro camión como ese. Entré en sospecha y
miré a mi alrededor: en efecto, había un taco-truck en cada esquina.
Muy pocos semáforos funcionaban, aunque bien
podrían haber estado apagados, ya que ninguno de los conductores –todos hispanos,
claro- los respetaban. Entre insultos y
el perenne olor a tacos, me tardé mucho más de lo normal en llegar a la
escuela.
Allí me alegré al escuchar los gritos
entusiastas de los niños de escuela intermedia, pero me sorprendió que no
escuché ni una palabra de inglés, solo español, creole y varios idiomas de
Oriente Medio que no supe distinguir si eran farsi, persa, turco, sirio o kurdo.
Los niños eran todos de colores varios, excepto blancos. Me pregunté si acaso
había sido transportado a algún gueto que desconocía en este sur de la Florida.
De mala gana, la niña se despidió y continué mi camino rumbo al trabajo.
No había avanzado mucho cuando comencé a
encontrarme en las esquinas con decenas de veteranos que pedían ayuda o vendían
tijeritas chinas a un dólar. Sabía que eran veteranos porque portaban sus
uniformes desgastados y tenían colgadas al pecho sus condecoraciones, pero en los
rostros se veía su angustia y el abandono al que estaban sometidos. Uno de ellos asomó la cabeza por mi ventana y me advirtió en
inglés: “Drive carefuly. Up ahead there’s a huge pile of rubble.”
Pensé que me estaba tomando del pelo, pero no: en
efecto, dos cuadras más adelante había un gran trancón en la US1 pues todos los
carros intentaban pasar en torno a una pila de basrua tirada en
el medio de la autopista. A medida que me iba acercando, entre la montaña de residuos comencé a distinguir
algunos cuerpos, el verde, el azul, el beige de sus uniformes, el brillo
apagado de sus estrellas en los hombros y sus rostros tristes y derrotados. Recordé
las palabras del candidato republicano y sacudí la cabeza para intentar
despertarme de esta pesadilla.
Lo que me hizo abrir los ojos fue un estallido a
pocas cuadras. Encendí la radio y, entre las emisoras musicales, sólo encontré
una que daba un reporte sobre de los nuevos atentados que ISIS estaba perpetrando
esta mañana.
Ya estaba a punto de llegar a mi trabajo esquivando
taco-trucks, desamparados que evidentemente no tenían nada que perder y gente
que vendía estampillas de comida para comprar drogas, cuando me desvié y pasé por el único
sector de la ciudad donde aún quedaban habitantes blancos.
En el jardín de cada
casa había los restos de carteles de campaña de Trump/Fence que habían sido
despedazados durante la noche. A la entrada estaban parqueados sus carros y en
las esquinas se aglomeraban los hombres y mujeres con sus maletines y sus
trajes de ejecutivos, parados como jornaleros.
Por curiosidad me detuve justo detrás de un
camión de tacos, y mi carro fue rodeado por una pequeña multitud que golpeaba
las ventanas. Cada quien ofrecía sus habilidades a cualquier precio: doctores que aceptaban Obamacare por diez dólares la hora; financistas que vendían sus
licencias de brokers; vendedores de finca raíz que ofrecían casas a precio de
ganga; abogados ahogados, en fin.
A través de una rendija pude hablar con uno de
ellos que me contó que sus puestos habían sido ocupados por refugiados sirios y
por ilegales latinos recién llegados, por lo que ahora estaban obligados a
buscarse la manera de vivir y pagar sus imposibles hipotecas. Espantado, salí de
allí, preocupado además por no saber si aún yo tendría trabajo o si habría sido
reemplazado por dos o tres ilegales que cobraran menos que yo (¿Cómo sería eso posible?, no podía imaginar).
Al fin llegué a la emisora y me sorprendí al
escuchar, en lugar de noticias, música norteña por los altoparlantes. En la recepción había tres
jóvenes que atendían y entregaban al público las entradas que se habían ganado para
los conciertos de recordación de Juan Gabriel anunciados en el “Mexicana de
Aviación Arena” en el Downtown. Por suerte mi tarjeta de acceso aún funcionaba
y pude entrar. Pronto me crucé con mi nuevo jefe quien, con acento ruso, me
dijo: “There’z the press”, y señaló una puerta.
Me acerqué y leí el cartel que alguien había
escrito a mano: “DePRESSd”. Supuse que era alguna clase de chiste o broma, pero
al abrir la puerta me encontré a todos los periodistas amigos sentados en
silencio o hablando muy bajito, algunos contando unas monedas, otros incluso
llorando. Esta era la nueva sala de redacción. Uno de ellos se puso de pie y,
solidario ante mi evidente cara de angustia y sorpresa, me ofreció su asiento y
una compasiva mano en el hombro. Al sentarme pude ver su credencial de
periodista colgada al cuello con un sello a todo lo largo que decía: “Liberal
Media: Access Denied”.
Me senté aún sin comprender y metí la cara
entre las manos para llorar mientras escuchaba por la televisión la voz del Candidato
en una repetición del foro de anoche: “Under the leadership of Barack Obama and
Hillary Clinton, I think the generals have been reduced to rubble. They have been reduced to a
point where it’s embarrassing to our country.”
En ese momento comprendí que había despertado
en medio de la pesadilla que durante meses han pregonado Donald Trump y sus
compañeros republicanos, ese mundo siniestro en el que un presidente nacido en
Kenia ha entregado los EEUU a sus enemigos, donde ISIS está entre nosotros y
donde los trabajos de los blancos los ocupan los ilegales y refugiados.
Con ese pensamiento, sumergí aún más mi cara
entre las manos y grité.
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