Tuesday, May 30, 2017

‘Glitches’ de nuestra era digital

Estoy seguro de que a usted le pasa algo parecido. A mi acaba de ocurrirme de nuevo. Estaba leyendo un libro, uno de esos viejos y venerados objetos que fueron graciosamente abaratados gracias a la invención del gran Gutenberg, y me encontré que necesitaba saber la hora. En vez de buscar el reloj de pared que tengo en frente, mis ojos derivaron inconscientemente hacia la esquina inferior derecha. Allí suele estar siempre expuesta la hora y la fecha en la pantalla de mi computador. En el papel, por supuesto, lo único que había era el número de página: 227.

Era digital, dibujo del autor
Otras veces, cuando leo un periódico o una revista, me descubro “apretando” con el dedo una palabra a ver si aparece el pequeño menú que me da la opción de definir su significado, algo que se ha hecho común en los celulares. Aunque mantengo a mano siempre un lapicero y mis muchos cuadernos, y me esfuerzo deliberadamente en mantener vivos los gestos análogos de mi existencia –escribir y dibujar a mano--, en más de una ocasión me habría gustado tener el poder de pasar el índice sobre un texto, guardar su contenido en una memoria temporal alojada en la uña o en los anteojos, no sé, y transferir el dato sin esfuerzo a mi cuaderno con otro gesto del dedo. Eso aún no sucede, pero cuando se popularice el papel digital, supongo que también se transformarán los medios impresos.

Ver televisión, algo que he hecho de manera analógica durante décadas, se ha visto trastornado por la irrupción de YouTube y Netflix y todos los nuevos medios interactivos de transferencia de video. Quedarme esperando a que pasen los comerciales sin poder acelerarlos o pasar de largo a través de ellos ha hecho de la experiencia de ver televisión algo que genera ansiedad.

Ni se diga cuando hay que esperar una semana para ver el siguiente capítulo de una serie o cuando llega el momento de los comerciales: ¿Dónde están los controles de video para adelantar? Cuando quedamos condenados a que la historia siga su propio ritmo entramos casi en pánico.

Recuerdo que cuando mi hija era una pequeña niña que crecía en un mundo de DVDs, solía pedirme a gritos que repitiera la acción que le había hecho reír. Do it again, do it again, me decía y yo trataba de explicarle que la vida no es como un DVD: Lo que ya pasó, pasó. No hay cómo volver a vivirlo sino en la memoria, le respondía sin lograr convencerla. Ella insistía: Do it again. Si la complacía, su segunda risa era una réplica de su felicidad original.

Cuando íbamos por la carretera en viajes largos y comenzaba a aburrirse, me preguntaba desde su pequeño asiento cuándo tendría suficiente dinero para cambiar mi viejo carro y comprarme una de esas modernas vans que ella veía pasar y envidiaba porque tenían pantallas de video en los respaldos de los asientos y sus pasajeros podían ver sus películas.

La verdad es que nunca llegamos a comprar una de esas camionetas con pantallas de video. En cambio, lo difícil hoy es convencerlas a ella o a sus hermanas de que levanten la mirada de sus celulares cuando vamos en el carro. Miren el mundo, vean por la ventana, a la realidad, les recomiendo. Y es que no quitan la vista de sus celulares. Por eso cuando uno les pregunta dónde estuvieron o dónde queda el norte o que nos den una dirección a la casa de sus amigos que ya visitaron, no lo saben, les insisto.

No las culpo. ¿Cuántas veces en los últimos días he tenido que pitarle al vehículo que va adelante porque no arranca después de que el semáforo ha cambiado a verde? Hoy los conductores leen de sus celulares mientas conducen por la autopista. Y cuando hay congestión, ni se diga. Esos tiempos vacíos que antes solían llenar la radio o una buena conversación, hoy se ha transformado en una escena de trabajo o de lectura que poco tiene que ver con el acto de conducir. Por eso estoy convencido de que los vehículos autónomos serán un éxito instantáneo una vez que sean aprobados: la gente prefiere actualizar su Facebook o mirar Netflix en vez de preocuparse por el recorrido, el paisaje o quienes viajan a su lado.

Como estas, hay muchas situaciones en las que el mundo digital ha irrumpido en los territorios de la realidad física. ¿Qué ocurre con los periódicos de papel? ¿Qué paso con las cadenas de televisión? ¿A dónde han ido a parar las librerías del barrio? ¿Qué ha pasado con las llamadas telefónicas y las conversaciones en un café? No han desaparecido pero se han reducido de manera drástica. Cada uno de nosotros puede hacer sus cuentas.

Pero, no hay que desesperar: el mundo análogo no va a desaparecer. En contraste con estos glitches de nuestro tiempo, hoy hay un auge tremendo del teatro. Yo creo que se debe, en parte, al hecho de que, en el fondo, lo que todos queremos es la experiencia humana. Ir a las tablas nos da la oportunidad de retornar al espacio donde se han concentrado todos los seres humanos a lo largo de la historia: en torno al fuego, en el anfiteatro, en el templo o la sede del sindicato, en el salón de clase o el estadio, allí donde nos contamos historias.

El mundo digital se ha inmiscuido en nuestra realidad análoga y la está transformado. Al mismo tiempo, más elementos de nuestra realidad se van transfiriendo al mundo digital. Cada día hay más elementos que nos atormentan o nos alegran, pero con el tiempo aprenderemos a movernos entre ambos mundo sin notar el tránsito. Así seguiremos transformándonos en seres duales que vivimos un poco aquí, entre átomos, y otro poco allá, entre fotones y electrones. Pero nada reemplazará una buena fogata con amigos, una cena a la luz de las velas o una noche de teatro.


###

Monday, May 15, 2017

La mirada y el piropo

Lo admito, me encanta mirar a la mujer bella: en la calle, en el tren, en el bus, en el cine, en la tele, en mi casa, en mi cama. Cuando la miro, no siempre veo ‘su belleza interior’ ni tampoco la veo siempre de manera integral. Como los hombres que me leen entenderán, tengo la capacidad de ‘parcelar’ su belleza: me gusta esa curva de su cadera o sus pantorrillas o esa boca de labios gruesos o el abismo que estratégicamente construye con su blusa y su sostén en el pecho. Me gustan los detalles y puedo separarlos del individuo que los lleva.

"Close up or close down?", dibujo del autor.
Es una falla moral, según el feminismo, lo entiendo, pero es una habilidad o capacidad que me parece innata entre los hombres. No es una construcción cultural –aunque la cultura la exacerba- sino una característica implícita en el ojo del varón. Tanto que cuando vemos una curva de mujer, es difícil resistirse a girar la cabeza para confirmar si es cierta y disfrutar de la visión.

En mis años mozos, era un reto entre amigos aprender a lanzar piropos. Hasta hace unas pocas décadas esto era considerado parte del aprendizaje de ser hombre, pues se suponía que era una herramienta para la seducción y la conquista. Decirle a una mujer que era bella o que tenía los atributos que a uno le gustaban era, supuestamente, una forma de despertar su interés. En público, el resultado siempre fue desastroso. Reconozco que jamás un piropo despertó algo más que su indiferencia, una incómoda mirada de desprecio o un sonrojo. Mis amigos tampoco me reportaron que un piropo les haya logrado una mujer. Sospecho que debe haber excepciones, tal vez porque a ella ya le gustaba el caballero.

Decir piropos o resaltar la belleza de una mujer es una práctica que ahora reservo para mi pareja y que hago con cierto margen de privacidad. No es por temor. Al contrario: a mis años, sé cómo decir mejor las cosas, pero he decidido no hacerlo porque no quiero incomodar. Estoy seguro de que los neomachistas deben estar pensando que las mujeres me castraron y que me han arrebatado un derecho natural. Dejaré que piensen lo que quieran.

Mi experiencia cerca de las mujeres me ha enseñado algo que en mi juventud me era insospechado: para ellas, una mirada lasciva en público o una frase lisonjera cuando van por la calle no les resulta gratificante. Al contrario, esos son gestos que les incomodan e incluso les resultan agresivos.

La defensa de los hombres suele ser en este tono: “Bueno, pero entonces, ¿por qué se pone esa falda tan corta o un escote si no es para llamar la atención?”. Aunque lo hagan para llamar la atención, su propósito no es provocar una agresión, y eso es lo que muchas veces acabamos haciendo con la mirada o con la palabra. Reconozco que es muy difícil evitar mirar a una mujer bella que además hace alarde de esa belleza, pero, ¿no es posible hacerlo sin ofender o agredir?

Esta protesta la he visto en documentales feministas, pero la he recibido mejor de parte de mis hijas, que me han explicado cómo se sienten ofendidas, humilladas y agredidas cuando les dicen cosas al pasar o cuando las miran con exagerado interés. Las he escuchado hablar con sus amigas y, hasta hoy, no he escuchado a la primera de ellas que diga que le gusta.

Me parece que es un pequeño pero importante aporte aprender a ser discretos sin perder las libertades. Me parece que es posible encontrar un equilibrio entre disfrutar de la belleza que pasa a nuestro alrededor en el mundo pero sin que en ello se nos vayan la mirada y la vida.

Creo que este es un pequeño ejemplo de la revolución que nos falta completar a los hombres. Después de las conquistas de la mujer, nosotros no hemos aprendido a establecer nuevos caminos de comunicación y crecimiento. Creo que las mujeres ganaron mucho y aún deben ganar más en equidad, pero falta descubrir, aprender y desarrollar los nuevos roles que como hombres debemos ocupar en la sociedad, ya no como el macho de la pareja, sino como el compañero y aliado.

La reacción contra el feminismo ha provocado una oleada de neomachismo, pero sus alcances pueden ser limitados si desde nuestra trinchera personal hacemos la tarea. Son muchas las cosas que podemos modificar para asociarnos mejor a las mujeres empoderadas de hoy sin necesidad de confrontarlas, agredirlas o destruirlas. Los hombres tenemos el deber de dejar de ser opresores y debemos aprender a convivir sin por ello perder el ímpetu constructivo que nos caracteriza.


De modo que, mirar, sí, pero sin ofender.