Monday, May 15, 2017

La mirada y el piropo

Lo admito, me encanta mirar a la mujer bella: en la calle, en el tren, en el bus, en el cine, en la tele, en mi casa, en mi cama. Cuando la miro, no siempre veo ‘su belleza interior’ ni tampoco la veo siempre de manera integral. Como los hombres que me leen entenderán, tengo la capacidad de ‘parcelar’ su belleza: me gusta esa curva de su cadera o sus pantorrillas o esa boca de labios gruesos o el abismo que estratégicamente construye con su blusa y su sostén en el pecho. Me gustan los detalles y puedo separarlos del individuo que los lleva.

"Close up or close down?", dibujo del autor.
Es una falla moral, según el feminismo, lo entiendo, pero es una habilidad o capacidad que me parece innata entre los hombres. No es una construcción cultural –aunque la cultura la exacerba- sino una característica implícita en el ojo del varón. Tanto que cuando vemos una curva de mujer, es difícil resistirse a girar la cabeza para confirmar si es cierta y disfrutar de la visión.

En mis años mozos, era un reto entre amigos aprender a lanzar piropos. Hasta hace unas pocas décadas esto era considerado parte del aprendizaje de ser hombre, pues se suponía que era una herramienta para la seducción y la conquista. Decirle a una mujer que era bella o que tenía los atributos que a uno le gustaban era, supuestamente, una forma de despertar su interés. En público, el resultado siempre fue desastroso. Reconozco que jamás un piropo despertó algo más que su indiferencia, una incómoda mirada de desprecio o un sonrojo. Mis amigos tampoco me reportaron que un piropo les haya logrado una mujer. Sospecho que debe haber excepciones, tal vez porque a ella ya le gustaba el caballero.

Decir piropos o resaltar la belleza de una mujer es una práctica que ahora reservo para mi pareja y que hago con cierto margen de privacidad. No es por temor. Al contrario: a mis años, sé cómo decir mejor las cosas, pero he decidido no hacerlo porque no quiero incomodar. Estoy seguro de que los neomachistas deben estar pensando que las mujeres me castraron y que me han arrebatado un derecho natural. Dejaré que piensen lo que quieran.

Mi experiencia cerca de las mujeres me ha enseñado algo que en mi juventud me era insospechado: para ellas, una mirada lasciva en público o una frase lisonjera cuando van por la calle no les resulta gratificante. Al contrario, esos son gestos que les incomodan e incluso les resultan agresivos.

La defensa de los hombres suele ser en este tono: “Bueno, pero entonces, ¿por qué se pone esa falda tan corta o un escote si no es para llamar la atención?”. Aunque lo hagan para llamar la atención, su propósito no es provocar una agresión, y eso es lo que muchas veces acabamos haciendo con la mirada o con la palabra. Reconozco que es muy difícil evitar mirar a una mujer bella que además hace alarde de esa belleza, pero, ¿no es posible hacerlo sin ofender o agredir?

Esta protesta la he visto en documentales feministas, pero la he recibido mejor de parte de mis hijas, que me han explicado cómo se sienten ofendidas, humilladas y agredidas cuando les dicen cosas al pasar o cuando las miran con exagerado interés. Las he escuchado hablar con sus amigas y, hasta hoy, no he escuchado a la primera de ellas que diga que le gusta.

Me parece que es un pequeño pero importante aporte aprender a ser discretos sin perder las libertades. Me parece que es posible encontrar un equilibrio entre disfrutar de la belleza que pasa a nuestro alrededor en el mundo pero sin que en ello se nos vayan la mirada y la vida.

Creo que este es un pequeño ejemplo de la revolución que nos falta completar a los hombres. Después de las conquistas de la mujer, nosotros no hemos aprendido a establecer nuevos caminos de comunicación y crecimiento. Creo que las mujeres ganaron mucho y aún deben ganar más en equidad, pero falta descubrir, aprender y desarrollar los nuevos roles que como hombres debemos ocupar en la sociedad, ya no como el macho de la pareja, sino como el compañero y aliado.

La reacción contra el feminismo ha provocado una oleada de neomachismo, pero sus alcances pueden ser limitados si desde nuestra trinchera personal hacemos la tarea. Son muchas las cosas que podemos modificar para asociarnos mejor a las mujeres empoderadas de hoy sin necesidad de confrontarlas, agredirlas o destruirlas. Los hombres tenemos el deber de dejar de ser opresores y debemos aprender a convivir sin por ello perder el ímpetu constructivo que nos caracteriza.


De modo que, mirar, sí, pero sin ofender.

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