Monday, August 29, 2016

Es urgente que recordemos qué nos llevó a la guerra, para no repetirla



No olvidar las causas
Cuando hace 52 años Manuel Marulanda y sus vecinos se organizaron en una guerrilla revolucionaria, Colombia estaba tratando de salir de la guerra anterior en la que conservadores y liberales habían provocado un desangre prolongado que dejó más de 250 mil víctimas pero que no resolvió las causas que lo habían provocado. Liberales y conservadores se repartieron la torta del poder en el Gobierno con el llamado Frente Nacional pero, igual que antes, los poderosos continuaron usando las herramientas del Estado para lograr sus objetivos personales a costa de los más pobres, en particular, de los campesinos. Ante los reclamos de la gente, la respuesta siempre fue la represión, y eso fue lo que vivieron Marulanda y sus compañeros en Marquetalia.

Sin embargo, esa no fue la única de las guerrillas en el país, solo la más numerosa y la que más tiempo lleva en guerra. Y es que muchos colombianos han olvidado que la manipulación de la democracia y la Constitución por parte de los dueños del poder generaron miles de víctimas, humillaciones, despojo y crímenes contra la gente común. Antes que la desconfianza en la guerrilla, Colombia estaba plagada de desconfianza en el Ejército y la Policía y todavía más en los paramilitares, de quienes ha habido muchas versiones distintas en el curso de los años. La corrupción de nuestros funcionarios es legendaria y la mal llamada “malicia indígena” es una parte desafortunada de nuestra cultura, es la forma como la gente común es corrupta también.

En Colombia es tal la desconfianza en nuestras instituciones y en quienes las manejan, que estamos convencidos de que todos los políticos y funcionarios son ladrones. Para nosotros el poder es corrupto. Varias generaciones de colombianos crecieron con la convicción de que era imposible cambiar las cosas a las buenas y por los medios institucionales corruptos y amañados. Si se quería cambiar algo, la única forma concebible era por medio de las armas, por medio de la derrota de los medios de represión del Estado. Esa era la doctrina que se en señaba.

En la década de los setenta, cuando yo crecía, la guerra aún no se había ensuciado con el dinero del narcotráfico ni el secuestro y lo que primaba en la voluntad de quienes se iban para el monte o a la clandestinidad era su deseo de cambiar las cosas, convencidos de que así se lograría vencer la pobreza, el subdesarrollo y el abandono y resistir la represión para quienes intentaran modificar esa realidad. El propósito era la suplantación de quienes ostentaban el poder por otros considerados menos corruptos y de mejores intenciones.

No reclamo que eso hubiese podido llegar a ser verdad. Las revoluciones en América Latina no han  producido los resultados prometidos. No lo ha sido en Cuba, la Cuba pobre de hoy, dictatorial y policial. No lo ha sido en Nicaragua donde una revolución insurreccional derribó a la dinastía de los Somozas y entregó el poder a otra dinastía: la de los Ortegas. No lo ha sido en Venezuela, donde un infructuoso golpe de estado condujo al triunfo electoral de Hugo Chávez quien con mano firme transformó todas las instituciones del Estado y cerró las puertas al disenso al tiempo que arrastró a su país a la polarización, el odio mutuo y la pobreza. El resultado es el mismo: “El poder atrae lo corruptible” (F. Herbert).

De modo que no quiere decir esto que un triunfo revolucionario en Colombia habría traído mejores resultados para los pobres y habría acabado con las desigualdades. Mucho menos me atrevería a decir que un triunfo armado de las FARC habría sido mejor que lo que hoy tenemos. No lo creo. Nunca he creído que los líderes de esa guerrilla sean aptos para el ejercicio del poder y tampoco creo que sus políticas sean mejores para atender las muchas necesidades de los colombianos. De hecho, creo que un gobierno de las FARC podría llegar a ser catastrófico si nos basamos en su discurso obtuso y radical que durante décadas usaron los líderes farianos y que impidió la unificación de la izquierda e incluso de las guerrillas en un frente para conseguir la derrota de las fuerzas del Estado. Los líderes de las FARC querían el poder para ellos y querían que su forma de ver las cosas fuera la prevalente.

Viendo las consecuencias del “socialismo del Siglo XXI” en nuestro continente, es preferible que no hayan ganado. Habría sido terrible la dictadura militarista que habrían implantado en el país. La guerra habría sido muchísimo más costosa en vidas y recursos. ¿Por qué correr el riesgo, entonces, de que regresen a las armas, regresen al monte y esperen –como han esperado cinco décadas- a que las cargas de la historia cambien y se les vuelva a abrir el camino al poder con la hegemonía que dan las armas?

Hoy estamos a las puertas de la oportunidad histórica de quitarle lo guerrillero a las FARC y dejarles solamente sus ideas como recurso. Ya no se dirimirá el debate en los montes, en las selvas, con las balas, con las bombas, con los bombardeos. Ahora será necesario que con discursos y con política intenten convencernos de la validez de sus ideales. El debate político llegará, por fin, al terreno que le corresponde: en la palabra, no en la guerra.

Como han pasado tantos años en medio de este conflicto, la mayoría del país no recuerda –porque no lo ha vivido- lo que nos trajo a este punto. De hecho, millones de jóvenes ni siquiera recuerdan lo más triste y atroz que vivimos a partir de 1985; mucho menos recordarán por qué llegamos a ese momento en nuestra historia. Para la gran mayoría de esos jóvenes, el guerrillero idealista y motivado por la idea del bien común que proliferó en las décadas anteriores, hoy ha sido remplazado en su imaginario por el guerrillero narcotraficante y secuestrador que proliferó en un período reciente de la guerra y que se hizo cruel, precisamente debido a la exacerbación de la violencia.

El derecho a la rebelión es sagrado, pero no es más sagrado que el derecho a la vida. Esa es la gran lección que tiene Colombia para el mundo. Esa es la gran lección que tenemos que aprender y por eso es urgente que aceptemos que debemos desarmar la política porque la política con las armas no nos ha conducido a soluciones sino a desgracias.

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Tuesday, August 23, 2016

El poder de la pregunta

 

Las discusiones en las redes sociales nos muestran cómo se van organizando las cargas de los debates públicos y cómo vamos quedando separados en nuestras tribus de opinión. Cada día es más difícil encontrar puntos de acuerdo y se hace más difícil convencer a otros.

Leemos y replicamos a quienes aportan a nuestro punto de vista. No escuchamos ni leemos lo que otros nos plantean. Descalificamos e incluso insultamos a quienes se oponen y les damos carta blanca a quienes nos aportan material para apuntalar nuestra opinión, lo que nos lleva a multiplicar errores, mentiras, basura. Los asuntos más importantes de nuestro tiempo acaban resolviéndose a punta de consignas, sin debate. La democracia se convierte en un asunto de aritmética, no de razones.

Varias peleas cruzan por mis redes. La más ruidosa en estos días han sido las elecciones en EEUU, pero el tema que más me preocupa hoy es el Plebiscito por la paz en Colombia.

Por apoyar al Sí, he notado que es prácticamente imposible mantener una discusión razonable con los seguidores del No. Los argumentos, los datos, las reflexiones, la sustancia, todas esas cosas resultan inútiles: cada quien está en su trinchera y no pretende salir a husmear el entorno y, mucho menos, dejarse convencer.

Cada ‘posting’ político en Facebook cae bien entre quienes están de ese lado y cae mal entre quienes lo detestan. Parece que no hay lugar a que el otro cambie de opinión.

¿Existe un camino que nos permita avanzar para convertir estos debates en algo útil y no en este desperdicio de tiempo y energías? Para determinarlo, he decidido hacer un experimento: hacer preguntas.

A quienes lanzan mensajes a favor del No en el Plebiscito les pregunto cuáles son sus planes en caso de ganar. ¿Cómo piensan resolver el tema de la guerra en el país? ¿Qué van a hacer con el prestigio que el país perderá con ese resultado? ¿Cómo van a enfrentar a los niños que se verán obligados a seguir viviendo en un país incapaz de resolver sus conflictos?

Los resultados han sido de dos clases. La reacción más común es que una vez que formulo la pregunta, se acaba la discusión. El silencio denota que no tienen respuestas o les da pereza discutir con alguien que usa el cerebro: ya se acostumbraron a que no hay diálogo.

Otros responden con una andanada de sus propios argumentos sin intentar responder a mi pregunta, que es otra manera de ignorarme.

A pesar de que lo difícil de la tarea, quiero imaginar que mi gesto de escuchar o leer al otro e intentar cuestionar sus argumentos, pueda tener, en el mejor de los casos un efecto transformador, y en el peor de ellos, un efecto refrescante al cerrar la discusión sin alterarnos.


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Friday, August 19, 2016

Todos somos Medios

"Medios", ilustración del autor

¿Recuerda cuando no había Facebook, WhatsApp, Google y, mucho menos, celulares inteligentes? En aquellos días, los Medios de Comunicación eran entidades muy concretas, marcas poderosas que eran capaces de poner y quitar gobiernos o transformar sociedades. Los canales de televisión, periódicos y emisoras de radio parecían ser dueños de la opinión pública y muchas veces así nos lo hicieron creer. La propaganda de los poderosos y del Estado nos llegaba a través de esos medios.

Sin embargo, los medios tradicionales de comunicación se han fragmentado en mil pedazos (cientos de canales en el cable y el satélite; decenas de emisoras que compiten con podcasts; toda clase de portales informativos en Internet), y cada uno de nosotros tiene el poder de decidir a quién lee y a quién le cree.

Ya no es necesario esperar a que el periódico golpee la puerta en la mañana para enterarnos de lo que ha estado ocurriendo en el mundo. Es más: ese periódico matutino ya está atrasado. Ahora encendemos el celular y buscamos las noticias que nos interesan en los portales que nos importan. Incluso si solo queremos enterarnos sino de lo que dicen la abuela y los hijos. Cada uno es curador de sus fuentes, cada quien elige lo que lee y lo que escucha.

Llevamos a mano en el celular un estudio de televisión o una emisora de radio o un periódico y estamos dispuestos a ofrecer lo que creemos y lo que vemos a conocidos y desconocidos.

Hoy la competencia de NBC o Canal 13 o la Presidencia es prácticamente de igual a igual frente a sus competidores y oponentes. Hoy puede ser más popular (o viral) un video de un youtuber adolescente que las declaraciones del candidato a la presidencia. Hoy lo que escribe en Twitter un militante de ISIS puede despertar al yihadista que está dormido en un bucólico adolescente en Francia. Hoy un mensaje en Facebook puede provocar una movilización de millones que impida una barbarie o salve a una persona necesitada. Hoy los policías deben pensarlo dos veces antes de disparar.

Hoy todos somos propagandistas, todos somos contenido y todos tenemos a mano el Medio para decirlo. Lo que no tenemos es la misma capacidad para convencernos unos a otros, pero de eso hablaré en otra entrada.


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Thursday, August 18, 2016

La oportunidad


Los colombianos –los habitantes de esa esquina de Suramérica- hemos sido especialmente violentos. Estoy convencido –aún sin pruebas arqueológicas- de que ninguno de los imperios ha prosperado entre nosotros porque, quienes allí crecimos, lo hicimos en tierra de piratas y contrabandistas y gracias a nuestra geografía física y humana, hemos sido especialmente indomables.

No me tomes a mal: no quiero que pienses que me siento parte de una ‘raza especial’ o de un pueblo con cualidades diferentes. Pienso, más bien, que ha sido consecuencia de su localización y el tipo de gente que esta ha convocado. Creo que al cabo de los siglos heredamos las mañas de nuestros ancestros. ¿Quién sabe si los mayas, los aztecas o los incas no se atrevieron a llegar a la tierra de las tres cordilleras y El Dorado porque era preferible dejar a esas tribus y pueblos en sus negocios, siempre útiles, siempre fructíferos?

Los colombianos hemos sido –tal como nuestros ancestros- guerreros empedernidos. ¿Por qué, si no, Bolívar se fue a la Nueva Granada a buscar ejército? ¿Por qué, si no, en nuestro territorio ha habido guerrilla desde el confín de los tiempos? ¿Por qué no hemos logrado resolver este conflicto de casi seis décadas, hijo legítimo del conflicto anterior entre liberales y conservadores, que a su vez es hijo del conflicto anterior y así, hasta perdernos en los tiempos? ¿Por qué nuestros hombres hoy son mercenarios en las guerras que nadie quiere luchar?

Nuestras cordilleras –tan diferentes entre si-, nuestras selvas –tan tupidas-, nuestros llanos –tan extensos-, han sido refugio para toda clase de travesuras legales e ilegales. Entre nosotros han prosperado altruistas guerrilleros y violentos asesinos; contrabandistas de sueños y traficantes de pesadillas; justicieros y ajusticiadores; rebeldes y aniquiladores de la rebelión; hombres, mujeres y niños que hemos hecho y deshecho por las causas más sublimes y las más anodinas. Hemos sido combatientes del bienestar y aniquiladores de la bondad. En nuestras tierras han crecido los héroes del bien y los del mal, seres capaces de superarse a sí mismos en la tarea de la muerte.

Hemos padecido toda clase de liderazgos: los políticos, los religiosos, los económicos, los inútiles y los ingeniosos. Por nuestras pancartas han corrido los mensajes de la necesidad y de la abundancia e incluso los del derroche. Hemos comulgado con todos los mitos y todos los ritos y en nombre de ellos hemos intentado, en reiteradas ocasiones, aniquilar a quienes creemos enemigos, sin comprender que en realidad son el otro lado del espejo.

Hay algo en nuestra tierra (quizás nosotros) que nos hace así, violentos, agitados, ansiosos. Tal vez quedó inscrito en el ADN de quienes ocuparon primero nuestro territorio. No lo sé.

Pero sí sé, y esto lo tengo bien claro, que no habrá otro momento en la historia como este, otra oportunidad como la que se ha ido forjando en estos años para construir un nuevo camino, para abrir las puertas a un nuevo destino.

No podemos permitirnos desaprovecharlo. No podemos dejar que lo que nos diferencia –que es lo que nos hace fuertes- sea la fuente de nuestro próximo conflicto. Es una oportunidad como ninguna para dar un salto a lo verdaderamente desconocido: un país sin guerra en esta esquina del continente.
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Wednesday, August 17, 2016

La vida después de Trump


Hasta hace unas semanas la gran preocupación era: ¿Ganará Trump? Hoy, en pleno agosto y después del daño que él mismo y su partido se han ocasionado, la pregunta no es si ganará sino: ¿por cuánto perderá?

Eso debería hacernos sentir un poco más tranquilos, porque al fin de cuentas el candidato más peligroso en tiempos modernos de la democracia estadounidense, no llegará a la Casa Blanca. América se ha salvado.

“¿Se ha salvado?”, pregunta una voz desde el fondo. “Esto apenas comienza”, insiste. “La verdadera preocupación es lo que vendrá después de Trump”.

Lo que vendrá para nosotros, que quedamos enredados en esta maraña de enemistades, racismo, mutuos desprecios y agitación. ¿Cuántos amigos has perdido durante estas elecciones? ¿Cuántos crees que podrás rescatar cuando todo se haya resuelto?

Más grave todavía es atender los problemas que una campaña tan beligerante nos está dejando. La presencia de Donald Trump en estas elecciones ha dado autoridad moral a actitudes que estaban presentes en la sociedad estadounidense y que habían sido ignoradas y amansadas.

El racismo, por ejemplo, nunca ha dejado de existir, pero antes de estas elecciones era mal visto por la gran mayoría, era socialmente reprendido, era un asunto muy marginal y rechazado explícitamente. Hoy, en cambio, los sentimientos racistas de muchos están a flor de piel.

Asimismo los sentimientos xenófobos y la discriminación abierta contra los musulmanes y los latinos. Muchos años de esfuerzo por reformar la conciencia social americana para dar cabida al muticulturalismo –inscrito en la raíz misma de los documentos que dieron lugar a la creación de esta nación—se han ido al fondo del pozo gracias al discurso de Donald Trump de denuncia de lo “políticamente correcto”.

Desde su púlpito dorado, el candidato republicano ha otorgado un argumento poderoso a quienes han mantenido sus odios a raya y ahora se sienten con el permiso de hacerlos manifiestos de manera explícita. Su xenofobia, su racismo, su sexismo, su desprecio por lo que no es como ellos tiene ahora una plataforma y un campeón.

Cuando el candidato cuestiona a los medios de comunicación y provoca en sus seguidores el desprecio por los periodistas, eso tiene consecuencias inmediatas en lo electoral (prácticamente garantiza una derrota en las urnas), pero tiene peores consecuencias en lo postelectoral, pues deja en sus seguidores una certeza (falsa, pero firme) de que todos los medios son corruptos y todos los periodistas también. Sólo los motores de propaganda que lo han apoyado (FoxNews, Breitbart, Rush Limbaugh, etc.) serán admitidos y quienes se atrevan a cuestionar y a dudar serán condenados por esa multitud que a veces, durante los eventos de campaña, se comporta como una turba enardecida, apuntando con sus dedos y su furia a los periodistas al tiempo que les gritan improperios.

Cuando el candidato cuestiona la validez de las elecciones e insiste, sin pruebas pero con total desparpajo, que están amañadas, lo que produce en sus seguidores y en la sociedad es una sensación de incertidumbre respecto a la raíz misma de la democracia y esa duda permanecerá aún después del 8 de noviembre. Para los seguidores de Trump, el triunfo de Hillary Clinton será siempre un fraude y así se vivirán los años de su gobierno.

De la misma manera que el color de la piel de Barack Obama autorizó a los republicanos en el Congreso a oponerse sistemáticamente a todo lo que de su boca saliera, así se sentirán, autorizados por esa masa de votantes, a rechazar todas las políticas que proponga Hillary Clinton, porque para ellos será más importante arruinarle a ella su carrera política que resolver los problemas de la nación.

Espero de todo corazón que ningún desadaptado enamorado de sus armas haya interpretado sin sarcasmo el “no tan sarcástico” comentario de Trump cuando invitó a los defensores de la segunda enmienda a hacer algo para impedir que Clinton elija a los jueces de la Corte Suprema que le corresponderá nominar. Ojalá que no haya habido uno entre sus seguidores que haya entendido lo que millones de personas claramente entendimos cuando dijo lo que dijo.

Finalmente, quedan otros asuntos pendientes, pero uno de los más graves tiene que ver con nuestros niños que se han visto expuestos a la retórica virulenta y llena de desprecio de la campaña. Ya hay señales claras de que en las escuelas, los colegios y las universidades ha resurgido el racismo y se ha hecho manifiesto el desprecio por los inmigrantes latinos y de países musulmanes. Hemos perdido mucho terreno por culpa de esa guerra contra lo “políticamente correcto” y se han empoderado valores y actitudes que provocan divisiones y violencia.

Es importante que desde este momento en adelante trabajemos como comunidad en la recuperación del terreno perdido y en la reformulación de los valores que nos conducen a la convivencia en medio de nuestras diferencias y gracias a esas diferencias que nos dan variedad.

Hay que pensar en lo que debemos hacer a partir del 9 de noviembre para recobrar la sanidad. Estoy seguro que al otro lado de la vereda se están preparando para todo lo contrario.
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